(Texto) 10. Estudio a la epístola de Jacobo – No erréis, Dios es nuestro buen Padre (1:16-18).

 

Amados hermanos, la gracia y la paz de nuestro Padre Celestial y del Señor Jesús, Hijo Eterno de Dios, Dios-Hombre, sea con todos ustedes. Antes de comenzar les recuerdo estar orando por el favor del Señor en estas lecturas de estudio.

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Vamos a ir de lleno a la epístola de Jacobo, y vamos leer el capítulo 1, desde el versículo 16 al 18, donde se nos dice:

16 Amados hermanos míos, no erréis. 17 Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación. 18 El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.” (RV 1960).

Ya vimos anteriormente que Dios quiere que Le conozcamos, pero además de conocerle a Él, vimos que Dios quiere que nos conozcamos a nosotros mismos mediante la iluminación del Espíritu a nuestro corazón. Porque si no nos conocemos estamos expuestos a la soberbia, a la vanidad y somos presa fácil para el enemigo (1P. 5:8).

Dentro de las cosas que Jacobo, por el Espíritu Santo nos ha mostrado, es que en nosotros, en nuestra humanidad caída, hay un deseo ardiente por el mal, lo cual provoca en nosotros la tentación. Esto es lo que se llama “concupiscencia” (Stg. 1:14). Pablo, por el mismo Espíritu nos dice que en nuestros miembros mora el mal (Ro. 7:18), y este mal es el pecado (Ro. 7:17, 20). Todo esto muestra el estado caído de nuestra humanidad en Adán. Dios quiere que lo sepamos, quiere que entendamos lo que somos y que sepamos que el enemigo no sólo es el diablo, sino también nuestra propia carne (Ro. 7:24). Porque el pecado mora en nosotros y batalla en nuestra contra a través de los deseos carnales (1P. 2:11).

NO NOS ENGAÑEMOS, EL PECADO MORA EN NOSOTROS.

Ahora, en el proceso de conocernos, la prueba es como un doloroso tratamiento médico. Nadie quiere un doloroso tratamiento, a no ser que sepa que su propia vida depende de ello. A través de la ley, Dios nos dice que estamos enfermos (Ro. 3:20), pero es la concupiscencia respondiendo como tentación que nos demuestra lo mal que estamos, pues su deseo ardiente es hacer el mal delante de Dios (Ro. 7:7). Ante esto no podemos ser ingenuos, ni pensar que hemos mejorado, o como el hermano Christian Chen[2] nos enseñaba respecto al llamado Movimiento de Santidad. Este movimiento planteaba la idea de una segunda bendición que debíamos buscar, donde, de alguna manera, el pecado era quitado de nosotros. A esta experiencia la llamaron “santificación plena”, así la llamó por primera vez Phoebe Palmer. Este pensamiento nació de la experiencia de una hermana y del deseo de los hermanos de crecer, de progresar en el camino con el Señor, y plantearon que en la vida del cristiano debía ocurrir una crisis, y que en aquella crisis, al buscar al Señor, los cristianos recibirían la segunda bendición, que es la santificación plena. Porque una cosa era recibir la salvación, lo que era la primera bendición; pero otra cosa adicional, es dejar de pecar, lo cual se relaciona a la segunda bendición. Entonces hicieron doctrina de una experiencia y no de la Biblia, y según la experiencia de la Sra. Palmer, se decía que en la búsqueda de caminar íntegramente con el Señor, entraremos en una crisis espiritual que terminará sacando, erradicando definitivamente al pecado de nosotros; y esta experiencia, es la llamada santificación plena (Chen, 2011, pp. 155-164).

Mis hermanos, esto es desarmarse, es engañarse, no podemos hacer doctrina de  experiencias personales, las cuales sin duda, muchas veces, sirven para explicar lo que la Biblia dice, pero no para hacer doctrina sin la Biblia. Romanos 8:23 nos dice que estamos esperando “la redención de nuestro cuerpo” (RV 1960), por lo que entendemos que no existe santificación sin el pecado morando en nuestros miembros. Para esto se nos dio el Espíritu Santo que, progresivamente, va venciendo nuestra naturaleza caída, siempre con nuestra voluntad de Su lado. Todos los hermanos que creyeron en una segunda bendición, estaban siendo desarmados. Bajando la guardia ante el enemigo más próximo: uno mismo. No podemos bajar la guardia ante nosotros, pensar que no hay problemas con nuestra humanidad que requiere redención. Cargamos con un muerto en nuestro cuerpo y necesitamos que aquella muerte vaya siendo devorada por la vida de Dios en nuestro espíritu, aunque la consumación de esto será cuando seamos revestidos de incorrupción en el regreso del Señor (1Co. 15:54)  que, por cierto, está viniendo[3].

Entonces, mis hermanos, recalcamos que Dios quiere que sepamos cuán mal estamos, pues sólo sabiéndolo aceptaremos el tratamiento y valoraremos lo que “El Doctor” hace en nosotros, por doloroso que esto sea.

CULPANDO A DIOS, JUSTIFICANDO NUESTRA MALDAD.

Así es que, hasta el momento,  por lo que nos dice Jacobo, hemos comprendido que estamos enfermos y, en nuestra experiencia cotidiana, poco a poco vamos conociendo lo terrible de esta enfermedad; junto con esto, progresivamente vamos comprendiendo y amando  la cura que se nos ha dado y el tratamiento de purificación. Esto nos permite entender que  no puede haber valoración, si no hay conocimiento de Dios y de nosotros mismos. No valorarás a Cristo, Su muerte, Su sangre, ni al Espíritu Santo que nos habita, si no conoces quién eres y lo que en ti hay. Pues aquel que no se conoce culpa a Dios por las tentaciones, culpa a Dios con el fin de justificarse a sí mismo, peca y culpa a Dios, es perverso y culpa a Dios, es mentiroso y por esto culpa a Dios. Aparte de esto, también se culpa a los hermanos, a los esposos o a las esposas, se culpa a otros por acciones personales, por la maldad de uno mismo se culpa a otro, pero no se asume quiénes somos, ni nuestra responsabilidad, tal como Adán culpando a Dios y a su mujer en una sola línea:

“La mujer que me diste por compañera me dió del árbol, y yo comí” (Gn. 3:12, RV 1960).

Culpando a Dios, culpando a su mujer.  Dios cuando habla con Job muestra esta tendencia del hombre en las siguientes palabras:

“¿Invalidarás tú también mi juicio?
¿Me condenarás a mí, para justificarte tú?” (Job 40:8, RV 1960).

¿Lo ven? No nos engañemos, Dios quiere que sepamos lo que somos en Adán y que somos responsables de nuestros actos; pero para nosotros es más fácil culpar a otro y pensamos que esto nos justifica, ¡qué necedad! Dios quiere que sepamos lo que somos en nuestra carne, que estamos podridos sin el Señor, sólo así entenderemos  que todo aquello hermoso en nosotros es Cristo que se va formando, no nosotros.

Todo aquel que piensa que Dios es el culpable, que el vecino es el culpable, está en un error. Incluso los que dicen: “Es que Dios me hizo así”, están errados. ¿Han oído eso ustedes? Hoy los homosexuales lo dicen mucho. Intentando justificar su caminar culpan a Dios de sus inclinaciones sexuales; así como piensan ellos, piensan muchos cristianos. Se entregan al mal, al pecado en sus miembros, justificándose en que Dios los hizo así y así los ama. Jacobo responde:

“Amados hermanos míos, no erréis.” (Stg. 1:16, RV 1960).

Dios no hizo el pecado, el pecado nació de la maldad voluntaria de Lucifer (Ez. 28:15) y el hombre lo dejó voluntariamente entrar a la humanidad (Ro. 5:12). Entonces podemos comprender, por ejemplo, que Dios nos dió sexualidad, a unos hizo varones y a otras mujeres, y esto se ve científicamente en el genotipo y en el fenotipo de cada persona. La diferencia entre ambos es que el genotipo se puede distinguir observando el ADN, y el fenotipo puede conocerse por medio de la observación de la apariencia externa de un organismo. Es decir, tu ADN dice que eres  XX (varón) o XY (mujer), esto es el genotipo; pero aparte de esto, tus órganos sexuales dicen que eres hombre o mujer, sólo con mirar el aparato reproductor de la persona se sabe si es varón o mujer, y esto es el fenotipo.

Ahora, es común oír al homosexual decir que él no escogió que le “gustaran” los hombres, sólo le gustan, y entonces justifican lo que la Biblia llama “lascivia” (Ro. 1:27, RV 1960) con el amor[4], y dicen “Dios me hizo así”. ¡Pero por supuesto que no! Si hay alguien que está pasando por este tipo de atracciones, debe saber que Dios no lo hizo así, sino que él, al igual que yo, somos seres caídos, necesitamos al Señor para regresar al diseño original. Si se comienzan a justificar cosas culpando a Dios y basados en lo que se siente, entonces el hombre en su concupiscencia no tendrá freno y llegarán a justificar hasta la pedofilia[5].

Mis hermanos, así como el que es seducido por la homosexualidad debe negarse a sí mismo, de la misma manera los que son seducidos por las mujeres, deben apartarse de la prostitución, de la pornografía, del adulterio, etcétera. Recuerden, hay algo malo en nosotros y necesitamos ser perdonados de nuestros pecados; pero también, liberados de quiénes somos en Adán, por ende, negarnos a nosotros mismos y tomar la cruz significa, entre otras cosas, negarnos a lo que el Espíritu y la Palabra nos dice que es caído. La Palabra del Señor y la fe, como ya hemos visto antes, está por sobre lo que sentimos, es la Verdad de Dios.

NO NOS ENGAÑEMOS A NOSOTROS MISMOS.

La palabra que se tradujo “erréis”, πλανᾶσθε (planásthe), es traducida por otras revisiones[6] como “engañéis”. Pensar de la manera antes dicha es un error, pero también es un engaño. Justificarse culpando a Dios, por lo que somos y sentimos, es un torpe engaño. La palabra planásthe que está en tiempo presente, en el modo imperativo de la voz media  (Carballosa, 2004, p. 106), da a entender que los hermanos que erraban o eran engañados, eran responsables por esto, se estaban engañando a sí mismos y se les manda a no hacerlo más, a detenerse. No eran víctimas.

Una persona que culpa a Dios o a otra persona por sus pecados, es alguien que se está engañando, que no asume su responsabilidad, es alguien voluntariamente errado. Se quiere engañar a sí mismo, y  se consuela a sí mismo con ese engaño. Es como la auto-motivación, auto-ayuda. Es como si se mirara al espejo y se dijera: “No soy yo, es Dios el problema”, “no soy yo, es mi esposa el problema”, “no soy yo, es el vino el problema”, “no soy yo, es la pornografía, el problema”, etcétera. ¡Hermanos, no nos engañemos, el problema somos nosotros! Reconozcamos quién somos y pidamos ayuda al Señor.

Pero el que persevera en el espejo, auto-consolándose con engaños, con el error de culpar a Dios o a otro, es alguien que hace eso sólo para calmar la voz de su conciencia que le da testimonio para arrepentimiento. No nos engañemos, no caigamos en este error. Somos malos y necesitamos de Cristo. Necesitamos Sus tratos, necesitamos ser liberados de quién somos. No es un problema el que me enoje, el problema es que soy enojón, agresivo, ¿se entiende? Necesito despojarme del viejo hombre, que Cristo sea el que viva en mí (Ga. 2:20).

Oh, mi hermano, no se engañe mirándose al espejo, diciendo “así me hizo Dios”. Eso es amar el pecado y no conocerse. Dios te amó en Cristo,  salvándote de eterna condenación, cumpliendo lo que Su justicia demandaba: tu vida, tu sangre. Dios no te ama tolerando tu iniquidad y aceptando tu mala manera de vivir, sino que te ama pagando el precio que no podías pagar y dándote el Espíritu Santo para ir formando a Cristo en tú alma. Dios quiere avanzar, pero no lo hará sin que tú quieras y que te des cuenta quién eres.

Todo aquel que justifica su pecado diciendo “así me hizo el Señor”, está en un error voluntario, se está engañando, ama lo que hace. No nos engañemos, mis hermanos, no erremos de esta manera. Si el Señor está mostrándonos quién somos, no nos engañemos, aceptémoslo y pidamos ayuda al Señor. No te recrees en el pecado. Del Señor jamás vendrá la tentación, jamás vendrá el pecado, no es el Señor el que nos lleva al mal, es nuestra naturaleza caída, es el viejo hombre en nosotros. Esa es la verdad. Esos deseos que las Escrituras me muestran como pecaminosos, antinaturales o perversos, no provienen de Dios, provienen de mi caída naturaleza humana, de la cual, necesito ser liberado por mi Señor, necesito la cruz.

A muchos les cuesta aceptar esto, porque creen que han cambiado, que son mejores; pero no son ellos, sino Cristo en ellos (Ga. 2:20). Permítanme contarles algo de mi vida personal con Cristo. Espero no caer en el egotismo.

Cuando el Señor me encontró mi ser entero se aferró a Él. Tenía 16 años de edad y el Señor había salido a mi encuentro. Comencé a buscar al Señor junto con otros hermanos, queríamos más del Señor, conocerlo. Así que salimos al cerro a orar, vivía en aquel entonces en Huechuraba[7]. Oramos durante meses, con angustia, queríamos más del Señor. Oramos cada noche, sin parar, hasta que llegó el invierno. Una noche fría, un hermano ofreció su habitación para que oráramos, habíamos alrededor de siete hermanos. Aquella noche, antes de orar, abrimos las Escrituras, recuerdo muy bien que fue la epístola de Pablo a los colosenses. Cuando comenzamos a leer se abrieron nuestros ojos. Fuimos iluminados por el Espíritu Santo a las reiteradas veces en que aparecían las frases “en Cristo” y “en Él” en el capítulo 1 (vv. 2, 4, 16, 17, 19,  28).  Estas dos palabras son tan importantes en la fe cristiana. Nos vimos en Él, lo vimos a Él, vimos la salvación en Él, vimos la complacencia de Dios en Él, vimos que estábamos escondidos en Él. Recuerdo haberme echado al suelo a alabar al Señor, la salvación no estaba sobre nuestras espaldas, no estaba en nosotros el mantenerla, Dios hizo todo en Su Hijo. Aquella experiencia fue tan fuerte en nuestra vida que todo fue sacudido. Nos dimos cuenta que no necesitábamos coordinador para reunirnos, porque en medio nuestro estaba el Señor, y todos los presentes, como sacerdotes del Señor, podían en el orden del Espíritu de Dios comenzar una oración, un cántico, leer un pasaje de las Escrituras, profetizar, etcétera. Y todas estas cosas que son parte del oficio sacerdotal del Nuevo Pacto, surgían espontáneamente y, hasta hoy, es así en medio de nuestra comunión. Las congregaciones evangélicas en las que nos reuníamos en aquel entonces, no entendieron lo que nos pasaba y, nuestra inmadurez, tampoco colaboró en que pudiéramos mostrarles lo que nos había ocurrido. Cristo era todo y suficiente para nosotros. Pensar que no teníamos que hacer nada para estar en paz con Dios, sino sólo creer en Su Hijo, era algo difícil de creer entre muchos de los hermanos evangélicos de aquel entonces, y como pensábamos que para ellos Cristo no era suficiente, y no queríamos suplantar la vida del Espíritu y Su señorío, terminamos saliendo de aquellos lugares. No era nuestra intención rebelarnos, éramos tan jóvenes y no queríamos separarnos de esta verdad, queríamos ser fieles al Señor. Así todos los que estábamos allí, siendo muy jóvenes, entre 16 y 27 años, salimos de nuestras congregaciones, para reunirnos en virtud de la suficiencia de Cristo. Lamentablemente no teníamos ni conocíamos a alguien maduro que pudiera encaminarnos con esto, especialmente que nos advirtiera de nosotros mismos. Yo, personalmente, me ensoberbecí. Pensé que aquello que entendimos, era una revelación que no todos tenían y que, por lo tanto, me hacía mejor que otros hermanos. Comencé a tratar mal a algunos, porque pensaba que yo era el “iluminado” y veía más que otros. Pensé que era mejor. Hasta llegué a pensar que ya no pecaría más.

Mis hermanos, pero el Señor nos ama en Cristo, y recuerden, cuando nos ensoberbecemos Dios nos resiste, y para ayudarnos, nos humilla. Así fue que me tocó sufrir una jornada en el desierto y comenzar a conocerme a mí mismo en el mundo. Me aparté del Señor y me enceguecí. Despilfarré varios años de mi vida cristiana joven, sirviendo al pecado y a los deseos carnales. Caí en una dicotomía tan miserable que, en la soledad o cuando estaba ebrio, lloraba pensando: “¿Cómo llegué a parar aquí, Señor?”. No sabía cómo fue que me deslicé. Yo que me creía mejor que otros hermanos, allí estaba, comiendo algarrobas con los cerdos. Qué triste recordar esto. Pero hoy entiendo que tenía que aprender mi lección. El Señor tenía que mostrarme quién soy, porque ciego por el orgullo sólo traía tristeza al Señor y a mis hermanos. Cuando me encontraba sin esperanza y en lo más profundo del lodo, por aquel entonces conocí a mi esposa, Nataly. Fue por ese entonces que el Señor comenzó a salirnos a ambos al encuentro. Nos comenzó a llamar, estábamos perdidos, y Él, como Buen Pastor nos llamaba. ¡Gracias Señor!

El día en que volví mi corazón a Él, llevaba cuatro años alejado de la comunión de los hermanos. Y fue por una invitación que me hizo un amigo que el Señor me volvió al redil. Mi amigo había comenzado a reunirse con todos aquellos hermanos que yo había conocido hace cuatro años. Ellos se habían organizado para una parrillada y, mi querido hermano Jorge Ulloa, me invitó a participar. Debo confesar que yo pensé que era un asado mundano, no sabía que era una junta de cristianos. Jorge fue muy insistente. Agradezco al Señor su insistencia y paciencia. Nataly me animó a aceptar la invitación de mi amigo, así que fui. Cuando llegamos y vi que eran todos cristianos, me desesperé, me sentí estafado y quería salir corriendo; pero mi amigo, mi hermano, usado por el Señor me suplicó y lloró que no me fuera. Hoy veo en esas lágrimas al Señor; pero en aquel entonces, esas lágrimas en la calle me dieron cierta vergüenza y, para que dejara de llorar, le dije que iría con él con la condición inmediata que dejara de llorar. Mis pensamientos me decían: “Pecador, pecador, ¿qué haces aquí? Eres una vergüenza”. Me senté en un sillón, esperando que nadie se acercara a mí. Hasta que de repente un hermano, ya adulto, se me acercó. El Espíritu Santo había puesto palabras en su boca. Se sentó al lado mío y me preguntó: “¿Te sientes avergonzado?”, era como si leyera mi corazón. Lo miré y le dije que sí. Entonces me preguntó: “¿Cómo crees que el Señor te ha mirado todo este tiempo viéndote pecar y vivir de esa manera?”, cuando dijo esto, como un rayo, todos los pecados que había cometido se vinieron a mi cabeza. Lo quedé mirando, con cierta molestia, pensando que quería condenarme más de lo que yo pensaba que estaba, y le dije: “Me debe mirar con vergüenza, decepcionado”. Pero yo no sabía, yo creía saber, pero no sabía nada. Las palabras que salieron de la boca de ese hermano, me mostraron la gracia de Dios. Él me quedó mirando y dijo: “Tú no conoces al Señor, porque todo este tiempo, mientras pecabas y vivías sin Él, quiero decirte que Él estaba presente, Él estaba allí, mirando lo que hacías. Mientras cometías el peor de tus pecados, el Señor estaba allí y te miraba con amor, con compasión.” Al oír esas palabras comencé a llorar. Había pena y alegría, comprendía que Dios me amaba y lo hacía mostrándome que Su Hijo había perdonado todos mis pecados, y que debía volverme. Allí volví mi corazón al Señor, me venció y comprendí con esto que jamás seré mejor que nadie; soy quizá peor que todos, no tengo nada de qué jactarme, sólo sé que Su amor me alcanzó y me venció. Me he arrepentido y avergonzado de la soberbia de mi corazón, de haber entristecido a mis hermanos con mi vanidad, le pedí perdón a quienes correspondía y hoy comprendo con esto, que fue una jornada en el desierto muy necesaria para mí. Fui humillado por la soberbia que abracé, por la jactancia con la que traté a mis hermanos amados y amigos en Cristo. Hoy entiendo que lo valorable en nosotros los cristianos es Cristo; nosotros somos nada (Ga. 6:3), somos un cero y sólo es Cristo el valor que nos lleva a más que cero. El hombre sin Cristo es un número negativo, menos que cero; cuando vuelve a nacer, se vuelve un cero; y debido a que Cristo le habita, a medida que avanza y crece Cristo en él, aquel cero comienza a sumar números. Entonces cuando alguien piensa que somos un siete, está equivocado pues, en nosotros mismos, como regenerados somos un cero; la verdadera cifra, el verdadero siete, es lo de Cristo que ha sido formado en nosotros. Porque el Señor mora en nosotros. Sin el Señor, nada soy, nada somos. No hay nadie como Cristo, Él es el más precioso de todos (Sal. 45:2).

Mis hermanos, no erremos, no nos engañemos, no hay mal en el Señor, sino en nosotros. Somos nosotros los malos, no esperemos aprender lecciones que duren cuatro años, seamos dóciles a sus lecciones. Pensemos con cordura de nosotros (Ro. 12:3).

DIOS, NUESTRO BUEN PADRE.

De Dios sólo viene lo bueno, jamás vendrá de Él algo malo. Respecto a esto  Jacobo nos dice:

17 Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación. 18 El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.” (Stg. 1: 17-18, RV 1960).

Esto nos muestra que cuando el Señor nos prueba es para nuestro propio bien. Dios nos da lo bueno, lo mejor para nosotros, nos da lo perfecto. Dios es el Padre de las luces, el Padre de los espíritus, pero además, es nuestro Padre. Esto es importante de entender. Una vez hablaba con una abuelita cristiana que tenía un nieto inconverso. Ella me dijo que su nieto era un hijo de Dios. Yo conocía a su nieto, no era cristiano; pero a propósito le pregunté a la abuelita si su nieto era un creyente en Cristo y me dijo que no, que era del mundo, pero que ella creía que era hijo de Dios porque simplemente ella así quería creerlo, me dijo: “Todos somos hijos de Dios”. Mis hermanos, eso es un error. El evangelio según Juan, en el capítulo 1, versículo 12, nos dice:

“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (RV 1960).

¿Se da cuenta? No todos los seres humanos somos hijos de Dios, sino que esto es un derecho que se adquiere sólo por la fe genuina en el Hijo de Dios, Jesús el Mesías. Si crees en el Hijo, si has creído de todo corazón y Dios ha dado testimonio de tu fe dándote al Espíritu Santo como Sello y Garantía de posesión (Ef. 1:13-14), entonces tú has recibido de Dios el derecho de ser Su hijo.

Jacobo dice además que por Su palabra Dios nos hizo nacer, porque quiso y para que fuéramos Sus primicias, para Su gloria. Mis hermanos, Dios es nuestro Padre, realmente lo es. Legalmente lo es por derecho concedido en Cristo; somos hijos de Dios no porque lo sintamos o porque queremos que así sea, sino porque legalmente así lo es, por el derecho adquirido al creer en el Señor Jesús. Dios nos ha concedido este derecho en Cristo, es legal y, como Dios es Justo, es un hecho que Él reconoce y respalda dándonos como Garantía de esto a Su Espíritu. Esto es real, es legal, es innegable por Dios.

A veces llamamos a Dios “Padre”, porque todos lo hacen, pero no porque lo entendamos y creamos. Lo vemos como un título de Dios y no como lo que Dios es en Su Hijo para nosotros. No es un simple apodo, hermanos; pues somos hijos de Dios legalmente, Dios es nuestro Papá,  nuestra familia, esto es real. Como Romanos 8:15 nos dice:

“Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (RV 1960).

Abba, de acuerdo al Léxico Griego-Español del Nuevo Testamento, de Alfred E. Tuggy[8], es un apelativo cariñoso al Padre, como un pequeño niño que llama a su padre, “papito”. Dios nos ha recibido como hijitos amados, y así trata con nosotros, con la ternura de un Padre Amado por sus pequeñitos. ¡Qué hermoso! ¿Pero qué importancia tiene esto? La importancia se halla en lo siguiente, lea conmigo Lucas 11:11-13, que dice:

 11 ¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿o si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? 12 ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? 13 Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (RV 1960).

Estas son palabras del mismo Señor Jesús. Jamás Dios nos dará algo malo, ¿por qué? Porque en Cristo somos Sus hijitos. Mis hermanos, ¡el Señor no nos está dando lo malo, sino que está tratando con lo malo en nosotros, con aquello que nos hace daño a nosotros mismos! Porque el pecado en nosotros, el mal en nosotros, nos hiere a nosotros mismos. El pecado es contra el Señor (Sal. 51), es contra los que amamos y también contra nosotros mismos, hiriéndonos. Y Dios como nos ama con inteligencia, a veces Su amor es incomprensible para nosotros que carecemos de inteligencia, porque algunos relacionan el odio con el dolor y no con el amor. Pero lo que duele no siempre es odio. Déjenme ponerles un ejemplo.

Mi hijo Cristóbal comenzó a tener una muela picada. Se la vimos y, queriendo evitarle peores cosas, se le pidió una hora al dentista. Nataly y yo lo acompañamos, y saben, ocurrió algo vergonzoso; resulta que Cristóbal no quiso que le revisaran la muela, vio los utensilios dentales y pensó en que querían causarle dolor. Sin duda que una inyección es dolorosa, pero es un dolor para bien, más él pensó que queríamos su mal y no era así; solo queríamos evitarle el futuro dolor de una extracción.  Fue tal el escándalo que el dentista desistió de esto y nos dijo que lleváramos a nuestro hijo al psicólogo. Cosa que no hicimos, pues sabíamos que tendría que aprender la lección del dolor de una muela[9]. Luego de esto pasaron algunos meses y una tarde Cristóbal comenzó con fuertes dolores. Estuvo toda la tarde con dolor de muela, aquella noche no pudo dormir bien, nosotros sabíamos que él tenía que sufrir un poco, por necio. Al día siguiente lo llevamos al dentista de urgencia, la muela estaba totalmente picada y había que extraer. Quisimos evitarle el dolor, pero él pensó que nosotros queríamos causarle daño, que no lo amábamos; sin duda que una tapadura es molesta y puede causar un pequeño dolor, pero ese dolor es para bien, no es como el dolor de una muela picada y lista para extraer. ¿Pueden ver a lo que me refiero?

Si nosotros siendo malos queremos el bien de nuestro hijo, cuánto más nuestro buen Padre Celestial. Mi hijo no confío en sus padres, por eso padeció. Un padre jamás quiere el mal de sus hijos; sino que son los hijos que no confían en sus padres. Dios se ha revelado como nuestro Padre en Cristo. Dios quiere siempre nuestro bien, no lo que nosotros consideramos que es nuestro bien, sino lo que Él considera nuestro bien. Sus pensamientos son más altos que los nuestros (Is. 55:8-9), y por lo tanto, tendremos que aprender a confiar en Su amor paternal y las jornadas en el desierto serán también para desintoxicarnos de cualquier pensamiento que tengamos sobre Dios como Padre, porque a veces le atribuimos a la paternidad de Dios la imagen de la paternidad irresponsable de nuestros padres humanos; pero no, Dios no es así, Dios es el Padre Eterno, es el Padre ideal, es el verdadero Padre al cual todos deberíamos querer imitar y aprender. Lo que falta es conocerle más y entenderle. No debemos dejarnos engañar por la falsa imagen que el diablo quiere presentarnos de Él en medio de la prueba. ¡Ayúdanos Señor a conocer quién y cómo eres! Porque si nuestro padre humano nos abandonó de niños, entonces a Dios le atribuimos esa imagen incorrecta. Dios nunca nos abandonará, sí nos tratará, nos disciplinará y esto, hasta que aprendamos la lección que quería enseñarnos.

Entonces cuando el Señor nos trata, es para nuestro propio bien y Su gloria. Nunca para nuestro mal, porque este no proviene de Dios, pues Dios es nuestro buen Padre. Dios todo lo hace para nuestro bien, pero según Su propósito. Romanos 8:28, nos dice:

“Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” (RV 1960).

Todas las cosas son para nuestra ayuda, para nuestro bien y para el cumplimiento del propósito de Dios: que Su Hijo sea formado en nosotros (Ro. 8:29).

Que el Señor abra nuestros ojos, nos toque con Su Palabra. Vamos a parar aquí. Amén.

 


 

[1] Es bueno que estemos orando.

[2] Chen, C. (2011). El camino de la Iglesia. Temuco: Ediciones Aguas Vivas.

[3] Apocalipsis 1:4 y 8 nos dice que el Señor es “el que es y que era y que ha de venir”, estos dos versos la Biblia Textual, III Edición, se traducen así: “el que es, y que era, y que está viniendo”. La razón de esta última traducción (se nos indica en las notas al pie de página), es porque  “el participio griego expresa aquí una acción inminente”.

[4] Traducido también como “deseo” (BTX III) y como “lujuria” (LBLA).

[5] Hoy, en el año 2020, existe un MAP, un movimiento que pretende legalizar la pedofilia en el mundo.

[6] Biblia Textual, 3ª Edición, Dios Habla Hoy, La Biblia de las Américas, Nuevo Testamento Recobro, Nueva Biblia Jerusalén.

[7] Comuna o municipio de Chile, provincia de Santiago, Región Metropolitana.

[8] Editorial Mundo Hispano, 1996.

[9] Era de las muelas que se mudan, llamada “muela de leche”.