LECTURA CUARTA: SALMO 2:12.

«Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; Pues se inflama de pronto su ira. Bienaventurados todos los que en él confían.»

Las últimas enseñanzas han estado basadas en la frase “la doctrina de los apóstoles” mencionada en Hechos 2:42. Y hemos visto que la palabra «doctrina» se corresponde con «enseñanza» e «instrucción». Con esto, se nos da a entender que era una actividad constante el que los apóstoles del Cordero enseñaran e instruyeran a la iglesia del primer siglo. Vimos, además, que Hechos 5:42 nos indica el contenido principal de esta doctrina, diciéndonos que los apóstoles “no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo”. Es decir, que el tema principal, la piedra angular de la doctrina de los apóstoles, era el Señor Jesucristo (Ef. 2:19-21 1P. 2:4-8). Los apóstoles eran testigos del Señor Jesús, ellos lo vieron, oyeron y palparon con sus manos (1Jn. 1:1-3); y todo esto lo enseñaron e instruyeron a la iglesia, tal como se les había ordenado (Mt. 28:19-20). Respecto a esto señalamos que la iglesia del primer siglo tenía a los apóstoles y lo colaboradores de estos en la función de la doctrina; los tenía presencialmente, por lo que iban aprendiendo de primera mano las cosas vistas, oídas y palpadas. En comparación con la iglesia del primer siglo, nosotros no contamos con estas personas presencialmente; sin embargo, estos varones de Dios tenían la carga para dejarnos estas cosas por escrito, es por esto que Pedro escribió:

«13 Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación; 14 sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado. 15 También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas.» (2P. 1:13-15).

Gracias al Señor por esto. Los apóstoles sabían que partirían a la presencia del Señor y que era necesario dejar las cosas registradas para memoria, para la posteridad, para nosotros. Por esta razón es que contamos hoy con el Nuevo Testamento que, junto al Antiguo, conforman la palabra de Dios, escrita como una revelación especial y oficial del Creador. Revelación y obra literaria que se originó con los profetas y culminó con los apóstoles; siendo el Hijo de Dios el punto final de todo cuanto Dios quería decirnos respecto a Sí mismo (Jn. 1:1, 1:18; Col. 1:15; 2Tim. 3:16-17; 2P.1:19-21; Heb. 1:1-2). Es por esto que tenemos la Biblia, la que se corresponde a todo el consejo de Dios, Su palabra para nosotros. Inspirada por el Espíritu Santo, palabra por palabra y plenamente en los Textos originales; que ha sido preservada y traducida para nosotros, los cristianos del fin de los siglos. Para que así como los primeros cristianos participaron constantemente de la doctrina de los apóstoles, nosotros también pudiéramos hacerlo.

Finalmente, la lección pasada estuvimos observando la revelación y enseñanza esencial de los apóstoles, la que vemos en Mateo 16:16, donde se nos dice que –por un lado– el Señor Jesús es el Mesías que los judíos esperaban; y –por otro lado– es, además, el Hijo del Dios viviente, el Unigénito de Dios. Lo que entendieron los judíos que resistían al Señor, era que Él se hacía “igual a Dios” (Jn. 5:18), cuando decía que Dios era Su Padre. Y fue por esto que lo rechazaron y condenaron a la muerte de cruz. Todo esto había sido anticipado y permitido por Dios (Hch. 2:22-24). Los judíos esperaban un salvador, al que llamaban Mesías (gr. Cristo), y que aparecería como un rey poderoso que los libertaría de la opresión romana que, para el tiempo de la visitación del Señor, les cobraba impuestos y subyugaba a sus decretos. Ellos esperaban un rey que entrara con carruajes de guerra a Jerusalén; sin embargo –y para que se cumpliese la Escritura– entró el Mesías sentado en un pollino[1], como un hombre manso (Mt. 21:4-5), como el Príncipe de Paz (Is. 9:6).

Los judíos no comprendieron el tiempo de la visitación del Salvador (Lc. 19:35-45), sus expectativas eran distintas, estaban cegados por el odio, por la religión, por la envidia. Y de esta manera negaron, rechazaron y mataron al Autor de la vida (Hch. 3:14-16). Cumpliendo de esta manera las Escrituras (1Cor. 15:3), lo que el Señor Jesús les había anticipado a Sus discípulos, señalando que era necesario que ocurriera así (Mr. 8:31). El tema principal en toda esta lección es que el Mesías que esperaban los hebreos, era el Hijo de Dios. El Unigénito de Dios, Hijo por generación y no por adopción. Vimos que los que hemos creído en el Señor Jesús, hemos sido hechos hijos de Dios, legalmente (Jn. 1:12); pero la Biblia nos enseña que el Señor Jesús no es un hijo adoptivo, sino el único Hijo de Dios, Unigénito, único por generación, al que se le llama Unigénito Dios (Jn. 1:18, BTX III). No creado, sino engendrado eternamente. Algo que la mente humana no alcanza a comprender, si no es por el Espíritu y la palabra de Dios (Ef. 1:16-18).

Con todo esto en mente, centraremos esta lección en el hecho de que el Unigénito de Dios vino al mundo. Y el versículo que encabeza este capítulo, nos muestra la advertencia del Espíritu Santo respecto al Hijo. Permítanme citar el Salmo 2:12 desde la tercera edición de la versión textual de la Biblia. Lo traduce de la siguiente manera:

«¡Besad los pies al Hijo! No sea que se irrite y perezcáis en el camino, Pues de repente se inflama su ira. ¡Cuán bienaventurados son todos los que se refugian en Él!»

Qué fuerte advertencia. Honremos al Hijo, besemos Sus pies encorvados, no sea que el Padre se irrite, y en su enojo, perezcamos; pues cuando menos lo esperamos, se inflama Su ira. Sin embargo, qué afortunados somos los que nos escondemos y refugiamos en Su Hijo. Podrán notar con esto que el Hijo es de gran valor para Dios el Padre. La Biblia nos enseña que es de Su total agrado y complacencia (Mt. 3:17, 17:5; Mr. 1:11; Lc. 3:22; 2P. 1:17), y no solo en el momento de Su encarnación, sino que eternamente ha sido Su delicia y solaz (Pr. 8:12-30). Amado desde antes de la fundación del mundo (Jn. 17:24). Piense usted un momento en lo siguiente: Amar a un hijo es algo hermoso, pero estar complacido en un hijo es una dicha adicional. El Hijo de Dios no solo es el Amado; sino que, además, Dios está complacido en Él. No sólo es el Amado, es digno de Su amor. El Hijo es perfecto, no hay tacha en Él. Tal es el Padre, tal es el Hijo. El Hijo es toda la expresión visible del Dios invisible que es el Padre. Todo lo que Dios podría querer expresar y decir, lo hace en plenitud al revelar públicamente al Hijo (Heb 1:1-3). Ninguno de nosotros ha sido un hijo perfecto, todos hemos causado algún problema o aflicción a nuestros padres terrenales. Por otro lado, algunos hijos hasta se sienten frustrados por los estándares de sus padres; no obstante, estos estándares tenían una medida limitada, humana. Sin embargo, tenemos al Padre eterno con estándares superiores a los humanos, estándares perfectos, máximamente grandiosos, santísimos y solemnes, justos y necesarios. Con el sólo hecho de mirar los llamados Diez mandamientos, nosotros –los seres humanos descendientes de Adán– nos vemos abrumados y convictos de pecados en los estándares de Dios. Pero esto no ocurre con el Hijo eterno, Él se deleita en la ley de Dios (Sal. 1:1-2), en todo le agrada; por lo que es el Amado, pero también, digno de Su amor. Cuando Dios señala que está complacido en Su Hijo, comprendemos que esto corresponde a una complacencia eterna. No hay ninguna vez en que el Padre no estuviera complacido en Su Hijo. Tenemos al Padre, máximamente grandioso; y tenemos a Su Hijo, máximamente grandioso también. Todo estándar de Dios, es cumplido en el Hijo; tanto así que podríamos señalar al Hijo como el Modelo de estos estándares. Como si los estándares revelados en las Escrituras, fueran una descripción del Hijo. Qué agradado está el Padre en Su Hijo, cuánta gloria le significa el Hijo; tanto es así, que cuando el Señor Jesús se bautizó, dicen los evangelios que se escuchó la voz de Dios desde el cielo, diciendo:

«Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.»

Miremos al Hijo, la alegría y complacencia de Dios; la dicha eterna del Padre que no guarda silencio ante Su manifestación pública. Pareciera que el Padre, tal como lo hacían los judíos y romanos de familias piadosas y/o nobles, reconocía públicamente a Jesús de Nazaret, como el Hijo[2]. Entonces citando dos Escrituras veterotestamentarias, señaló a Su Hijo amado (Sal. 2:7), en quién tiene Su contentamiento (Is. 42:1). Allí estaba Su Hijo, al que debemos honrar y besar los pies. Hijo eterno que se revistió de humanidad, encarnándose en la historia humana. Hijo que en todo agrada a Su Padre (Jn. 8:29), siempre escuchado y atendido (Jn. 11:42), el Amado y digno de Su amor. El Hijo manifestado en carne. ¿Manifestado en carne? Sí. El gran misterio de la piedad revelado, como Pablo en 1ª Timoteo 3:16 nos lo dice:

«E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, Justificado en el Espíritu, Visto de los ángeles, Predicado a los gentiles, Creído en el mundo, Recibido arriba en gloria.»

Semejante verdad era el misterio administrado por los apóstoles y creído por las iglesias. Dios tiene un Hijo eterno y este Hijo es Dios con el Padre. Dios el Hijo fue dado a conocer en carne. A este Hijo se debe honrar y besar los pies, tal como lo señalaba el Espíritu Santo por el salmista. Honrad al Hijo, para que no se enoje el Padre y, también, afortunados son los que se refugian en el Hijo. El Hijo es, por tanto, la clave de todo misterio de Dios, es a quién debemos mirar, en quién debemos creer, donde debemos refugiarnos, a quién debemos honrar para agradar a Dios y ser salvos de la ira venidera (Mt. 3:7; Lc. 3:7; 1Tes. 1:10). ¿Ira venidera? Sí. Así es. Y esta es una de las razones por las que el Hijo se ha encarnado. Quiero que nos detengamos a reflexionar en esto. Y vamos a leer un pasaje de la Biblia muy conocido:

«16 Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. 17 Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. 18 El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.» (Jn. 3:16-18).

Noten ustedes que el Hijo amado ha sido enviado al mundo por Dios el Padre y el Espíritu (Is. 48:16). Dios amó al mundo, por lo que ha enviado al Hijo amado y digno de Su amor. Este mundo es amado por Dios, pero no digno de Su amor. Notemos la diferencia: El Hijo amado y digno del amor de Dios, ha sido enviado al mundo amado, pero indigno del amor de Dios. Así que el amor que Dios tiene por Su Hijo, es distinto al amor que Dios tiene por el mundo. El Hijo es el Amado y complacencia de Dios; el mundo es amado por Dios, pero de ninguna manera es Su complacencia. Ahora, ¿a qué se refiere el Texto en Juan 3:16 al decir “al mundo”? Se refiere a todas las personas –descendientes de Adán– de la historia universal y que están bajo la maldición del pecado y la muerte (Ro. 5:12). Este mundo, sin embargo, no ha sido de la complacencia de Dios, todos estamos bajo pecado y destituidos de la gloria de Dios (Ro. 3:22b-23). Por lo tanto, el amor de Dios para con nosotros no ha sido como el amor y complacencia que tiene con el Amado. Nosotros le hemos dolido en Su corazón, le hemos sido de tristeza. Si leemos Génesis 6:5-6 nos daremos cuenta de esto:

«5 Vio entonces YHVH que la maldad del hombre se había multiplicado en la tierra, y que toda forma de pensamiento de su corazón era solamente el mal continuamente. 6 Y YHVH sintió pesar de haber hecho al ser humano en la tierra, y se entristeció en su corazón.» (BTX III).

Tenemos, por un lado, al Hijo que es amado eternamente y digno del amor de Dios; y, por otro lado, tenemos al mundo que Dios ama, criaturas caídas entregadas a la maldad y cuya naturaleza está corrompida por el pecado. Si Dios tuviera una balanza, en un lado pusiera al Hijo y en el otro pusiera al mundo, está claro que el Hijo vale y pesa infinitamente más. No hay ningún punto de comparación ni valor equivalente. El Hijo vale infinitamente más. Ahora bien, hemos visto que Dios amó al mundo, ¿y de qué manera lo ha demostrado? Dándonos a Su unigénito Hijo (Jn. 3:16). Cabe señalar, que cuando decimos que Dios amó al mundo, estamos diciendo que tanto el Padre, como el Hijo y el Espíritu Santo, han amado al mundo. Enviar al Hijo no ha sido una decisión unilateral del Padre, sino de la Trinidad misma (Is. 48:16). No sólo el Padre ha dado a Su unigénito Hijo, sino que el Espíritu también lo ha enviado. Y no sólo esto, sino que el Hijo ha querido venir, no ha sido obligado; Él voluntariamente ha venido (Jn. 10:17-19). El Hijo amado y digno del amor Trinitario, ha venido a demostrar el amor de Dios por el mundo indigno. ¿Cuál es la razón? La respuesta es importantísima para el creyente, la encontramos en Juan 1:7, que nos dice:

«Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.»

La ley que Dios dio por medio de Moisés vino a mostrar lo pecaminoso que es el pecado y dejar en evidencia que somos pecadores (Ro. 7:12-14). ¿Qué es lo que haría un Dios justo y santo en grados infinitos con criaturas rebeldes y malvadas que pecan contra Él a cada momento? Desatar Su justa ira, condenarnos justamente por nuestra maldad; sin embargo, Dios hace una pausa antes de que venga el día de la ira de Dios. Esta pausa la vemos tipificada en la historia del arca de Noé. En el capítulo 6 del libro de Génesis se nos cuenta de la maldad de la humanidad. Dios al ver la corrupción del ser humano, decide el fin de la humanidad y la destrucción de la tierra (Gn. 6:12-13); no obstante, Noé halló gracia a los ojos de Dios (Gn. 6:8). La gracia que halló Noé le delegó la responsabilidad de construir un arca para navegar en medio de las aguas que vendrían por causa de un diluvio mundial que se aproximaba (Gn. 6:17). Hasta ese momento, no había llovido sobre la tierra, ni los hombres habían sido testigos de desastres naturales; pero Noé le creyó a Dios y por la fe en Su palabra construyó el arca, con el tamaño suficiente para salvar a sus contemporáneos. La historia nos dice que Noé creyó junto a su familia, pero el resto de los hombres no escucharon y fueron condenados por su desobediencia voluntaria (Heb. 11:6-7; 1P. 3:20). La pausa de Dios, antes de venir el juicio, se corresponde con el tiempo de la construcción del arca y la predicación de Noé (2P. 2:5). Esto nos muestra que la pausa es para salvación de los que creen al anuncio: “Viene juicio, arrepiéntanse, dejen sus malos caminos y entren al arca. Vuelvan sus rostros a Dios y no le den la espalda; hay lugar para todos los que creen y quieren”. Todos los que subirían al arca entrarían a una construcción que ellos no realizaron y disfrutarían del esfuerzo de otro (Noé). Todo el esfuerzo y trabajo de Noé beneficiaría a las personas que entraran al arca. No se pagaba entrada, era gratis; sólo debían arrepentirse de sus malos caminos e ingresar. Finalmente, sólo ocho personas entraron y se salvaron del diluvio (Noé y su familia).

Para esto mismo Dios ha enviado al Hijo, para salvar a muchos. El mundo no tiene cura, está corrompido, la maldad del hombre destruye al individuo, a las familias, a las naciones, al planeta. La violencia es mucha, Dios ha determinado el fin de todo y levantar un nuevo mundo (Is. 65:17; Ap. 21:1). Así que el Hijo de Dios ha venido al mundo –y encarnándose en la historia humana– ha presentado Su carne y sangre en sacrificio por el pecado de los muchos que creen y se refugian en Él (Ro. 8:3). Él ha hecho todo lo que se necesita para salvar a los pecadores que se arrepienten y vuelven sus rostros a Dios. Él ha hecho todo, el esfuerzo es de Él. Y en Su humillación –que vale más que cualquier otra cosa– ha traído la gracia de Dios para todos. Él se ha presentado como el arca de Dios, el que confía y cree en Él (arrepintiéndose de sus pecados y volviendo su rostro a Él), será salvo. Oh, hermanos amados, besemos los pies al Hijo, honrémoslo. Afortunados y bendecidos los que confiamos y nos refugiamos en Él (Sal. 2:12). Dios nos ha abierto las puertas para entrar al arca que nos lleva a un nuevo mundo; y cuando la pausa de Dios termine y Su justa ira se desate, estaremos refugiados en el Hijo. Él puso Su carne y sangre para abrirnos las puertas de la salvación de Dios. Tuvo que pagar el precio de la justicia de Dios, cumplir con todo lo que se requería. Él sufrió por los muchos. Halló gracia a los ojos de Dios y pagó el precio de los muchos. Es suficiente para todos, pero no todos creen; por eso se nos habla de “los muchos” (Ro. 5:15). Los muchos se salvan por el esfuerzo y obra del Hijo. Para los muchos que creemos en el Hijo es gratis la salvación, porque el precio lo pago Él. Nosotros –los muchos– hemos venido a ser beneficiarios del esfuerzo del Hijo, quien encarnado pagó el precio por el castigo de nuestra paz (Is. 53:5). Ninguno de nosotros merece lo que hizo el Hijo, porque no tenemos un valor equivalente a lo que Él vale. El Hijo es el Amado y digno del amor de Dios; el mundo amado, no es digno de Su amor. Entonces Dios lo ha dado todo a cambio de nada, si hablamos de valores equivalentes. Esto, hermanos, es la gracia de Dios.

Por lo tanto, hemos sido salvados gracias al favor que el Hijo nos ha hecho (Ef. 2:8). No tenemos nada para pagar lo que Dios ha hecho dándonos al Hijo, ni tenemos cosa alguna con la que pudiéramos compensar lo que el propio Hijo ha hecho al poner Su vida en rescate por muchos (Mr. 10:45). Vino el Hijo y fue rechazado, vituperado, golpeado, humillado; el amado de Dios y digno de Su amor, fue desestimado, menospreciado y en Su lugar se prefirió a un homicida (Hch. 3:14). ¿Por qué hacer esto si no hay un valor equivalente? He aquí la gracia de Dios, agradezcamos Su infinita generosidad, Su caridad para con nosotros. Quítese toda arrogancia y soberbia de nuestro corazón; y humillemos nuestro corazón delante del digno Hijo de Dios. Sirvámosle por amor, adorémosle voluntariamente.  Honremos al Hijo, besemos Sus pies, y llamemos a los que amamos a que se refugien en Él. Que el Señor siga hablando a nuestro corazón.


[1] Asno joven.

[2] Bar Mitzva judía y Liberalia romana.