LECTURA TERCERA: MATEO 16:16.
«Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.»
A través de estas lecciones, hemos estado observando las cosas fundamentales en las que constantemente –y con absoluta dedicación– participaban los santos de la iglesia del primer siglo en Jerusalén. Esto lo hemos estado considerando a través de Hechos 2:42, donde se nos dice que el gran número de creyentes recién bautizados perseveraba en la doctrina de los apóstoles, la comunión entre los santos, la cena del Señor y las oraciones. Estas cuatro cosas eran prácticas constantes de los nacidos de nuevo. Las que –por la gracia del Señor– se esforzaban día a día en ejercer.
Durante nuestra primera lección estuvimos viendo que la doctrina de los apóstoles era lo que enseñaban y predicaban, en el día a día, aquellos que vieron, oyeron y palparon al Señor Jesús (1Jn. 1:1-3). Estos también fueron llamados ministros de la Palabra (Lc. 1:1-3; Hch. 6:2). Según Hechos 5:42, el contenido de la doctrina que entregaban tenía como fundamento al Señor Jesucristo: Las profecías sobre Él, lo que estaba escrito en el Antiguo Testamento, lo que Él dijo, Sus enseñanzas, Sus hechos, muerte, resurrección, entre otras cosas. Ellos no sólo hablaban como los conocedores de las enseñanzas del Mesías, sino como testigos de Él; específicamente de Su existencia entre los hombres, Su muerte y resurrección histórica. Por lo que más que iniciadores de una nueva religión judía, eran testigos de que las profecías se habían cumplido y que el reino de los cielos se había acercado (Hch. 1:8, 2:32, 3:15; 5:32, 10:39, 10:41, 13:30-32).
Los discípulos del primer siglo tenían a los apóstoles y el Texto veterotestamentario[1] que, para ese entonces, ya estaba completo y reconocido por el propio Señor Jesús (Mt. 23:35; Lc. 24:44)[2]. Por lo tanto, podían perseverar en todo el consejo de la palabra de Dios (Hch. 20:26-28), pues incluso los apóstoles fueron preparando hombres idóneos para llevar las enseñanzas que el Señor les encargó para todos Sus discípulos (Mt. 28:19-20); entre los cuales, nos encontramos también nosotros.
Gracias al Señor, el Espíritu Santo sabe de la fragilidad de nuestra mente y de lo vulnerable que es la tradición oral; fue por esto que, tal cual se hizo con la revelación del Antiguo Testamento, lo que Dios había hablado en Su Hijo (Heb. 1:1-2) fue escrito en diferentes documentos por aquellos que fueron testigos oculares y/o por hombres confiables para ellos (Lc. 1:1-4; Jn. 1:1-18; 2P. 1:17-18, 3:14-16; 1Jn. 1:1-4). Estos escritos conforman la revelación neotestamentaria[3] con la que contamos hoy, y que vino por la operación del mismo Espíritu que actuó en los profetas del Antiguo Pacto. Es así que tenemos la Biblia, fuente textual y oficial de la revelación especial de Dios para el hombre, con el fin de que podamos conocerle y entenderle a través de la revelación dada a Israel mediante los profetas y, en los postreros días, mediante el Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Y nosotros, que hemos alcanzado el fin de los siglos, después de dos milenios de historia cristiana, tenemos en nuestras manos la palabra de Dios para que con diligencia –tal cual los primeros cristianos– podamos perseverar en la doctrina de los apóstoles. ¡Gracias al Señor por Su provisión textual!
Ahora bien, ya hemos dicho que los apóstoles con diligencia enseñaban y predicaban a Jesucristo a los nuevos creyentes; sin embargo, ¿cuál era la base fundamental de su predicación? Para responder esta pregunta debemos observar con suma atención lo señalado en el versículo que encabeza la lección de hoy, Mateo 16:16. El contexto es interesante e importante. Resulta que el Señor Jesús se encuentra con Sus discípulos y les hace dos preguntas. En la primera, les preguntó qué decía la gente –externa a ellos– en cuanto a Su identidad. Ellos respondieron lo que les pareció correcto y señalaron las comparaciones que hacían con otros profetas conocidos; pero omitieron las blasfemias que otros decían. Luego de oírlos, les preguntó qué pensaban ellos, qué es lo que ellos –como Sus discípulos más cercanos– decían. Fue aquí que Simón señaló “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Después que Pedro dijo esto, el Señor Jesús le señaló algo muy interesante:
«Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.» (Mt. 16:17).
El Señor Jesús le señaló a Simón que era un afortunado, ya que aquello que él había señalado era una revelación del Padre celestial. Eso que Pedro dijo era una revelación de Dios, la que sería la roca fundamental desde donde sería edificada la iglesia del Señor (Mt. 16:18). Los católicos toman este pasaje para justificar el supuesto papado, señalando que al decir “sobre esta roca edificaré mi iglesia” el Señor se refería a Pedro, como si él fuera la piedra angular desde dónde se edifica la casa del Señor; pero eso es una falacia. El propio Pedro señala que la piedra del ángulo es el Señor Jesucristo, diciendo[4]:
«4 Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, 5 vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. 6 Por lo cual también contiene la Escritura: He aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; Y el que creyere en él, no será avergonzado. 7 Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso; pero para los que no creen, La piedra que los edificadores desecharon, Ha venido a ser la cabeza del ángulo; 8 y: Piedra de tropiezo, y roca que hace caer, porque tropiezan en la palabra, siendo desobedientes; a lo cual fueron también destinados.»
Por lo tanto, comprendemos que lo señalado por el Señor Jesús a Simón Pedro, era respecto a la revelación que recibió acerca de Jesús de Nazaret. Revelación que le fue dada desde el cielo por el Padre, que consta de dos partes a considerar y que son el tema central de la doctrina de los apóstoles. La primera parte señala que el Señor Jesús es el Cristo. Los profetas del Antiguo Testamento habían anunciado desde el libro de Génesis hasta Malaquías la venida de aquel que el profeta Daniel señaló como el Mesías (Dn. 9:25-26). Si bien los profetas no siempre se refieren a Él como Mesías, fue la denominación que para el tiempo del Señor Jesús y los apóstoles todos conocían y usaban para referirse al Descendiente de la mujer (ref. Gn. 3:15), el Profeta superior a Moisés (ref. Dt. 18:15, Heb. 3:1-3), el Redentor que vive (ref. Job 19:25), al Hijo concebido por la virgen (ref. Is. 7:14), el “Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Is. 9:6), entre otras denominaciones. Todos los profetas, desde los escritos de Moisés (la Torá o Pentateuco), pasando por los llamados profetas y los salmos, es decir, todo el Antiguo Testamento, hablaron y se refirieron al Mesías que había de venir (Lc. 24:44; Jn. 1:45, 5:39, 5:46).
Cabe señalar que cuando hablamos de Mesías, estamos hablando de Cristo. La palabra «Mesías» proviene del hebreo מָשִׁיחַ (heb. Mashíakj), mientras que «Cristo», proviene del griego Χριστός (gr. Jristós). Cristo es la traducción al griego de la palabra hebrea Mesías y, esta última, se traduce al español como «Ungido». Entonces, «Mesías» en español es «Ungido»; mientras que «Mesías» en griego es «Cristo». Por lo tanto, cuando Pedro le dice al Señor Jesús que Él es el Cristo, le está diciendo que Él es el Mesías esperado por los judíos, aunque en estricto rigor, por los hebreos. Para el tiempo del Señor, los discípulos pensaban en el Mesías como el Rey de los judíos que vendría y libertaría de la opresión romana. Sería un Rey que –según pensaban ellos– llevaría a la unificación del reino del sur (Judá) con el reino del norte (Israel); restaurando la gloria pasada que, después de Salomón, se perdió. Que los discípulos pensaran de esta manera, se deduce fácilmente al leer Hechos 1:6. Entonces, para los discípulos el Mesías debía ser un Rey, pues los reyes de Judá eran ungidos con aceite. Entenderán con esto que es debido a la unción que recibiría que es llamado Mesías.
Ahora bien, en el Antiguo Testamento vemos que la unción de Dios era derramada en tres tipos de personas: 1) El rey, 2) el sumo sacerdote, y 3) el profeta (Ex. 28:41; 1Sm. 16:3; 1R. 19:16). El título que le pusieron al Señor Jesús en la cruz, muestra la creencia general de las personas de aquel entonces respecto al Mesías, el cual decía “JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS” (Jn. 19:19). Para ellos, principalmente, el Mesías sería el Rey; no obstante, el Nuevo Testamento nos descubre que el Señor Jesucristo es el Ungido ya que es el verdadero Rey de reyes (Ap. 17:14, 19:16), el Gran Sumo Sacerdote de un Nuevo Pacto (Heb. 2:17, 3:1, 4:14, 5:10, 6:20, 8:1-13, 9:15), y el Gran Profeta que ha venido enviado por Dios (Hch. 3:22-23; Heb. 3:1-6), para revelarnos al Padre (Jn. 1:18). Pedro, junto a los otros apóstoles, comprendió por revelación que el Señor Jesús era el Mesías anunciado y profetizado, cuyo reino sería para siempre y sin fin (Lc. 1:32-33). Los tiempos se habían cumplido, el Cristo había llegado.
Pero esto no era todo, Pedro señalo una segunda parte de esa revelación de Dios, y es que el Señor Jesús, el Mesías esperado, el Cristo, es el Hijo del Dios viviente. ¿Qué significaba esto? Hoy en día es común escuchar la herejía “todos somos hijos de Dios”, eso no es lo que señalan las Escrituras. El apóstol Juan nos dice que los que hemos recibido al Señor, creído en Su nombre, hemos recibido el derecho y potestad de ser hechos hijos de Dios (Jn. 1:12). Debido a esto, ha ocurrido lo que se conoce como nuevo nacimiento (Jn. 3:1-6), y se nos ha dado el Espíritu de Dios como Testigo y Garante de todo esto que es por la fe (Ro. 8:14-16; Ef. 1:13-14). Sin embargo, todo esto nos posiciona en la categoría de hijos adoptivos, por filiación legal, aun cuando se nos dé un espíritu nuevo y el Espíritu de Dios se una a nosotros inseparablemente (Ez. 36:26-27); pero no somos hijos por generación eterna, es decir, engendrados por Dios en la eternidad, de Su propia esencia y naturaleza. Es en este sentido, precisamente, que Pedro comprendió que el Señor Jesús era el Hijo del Dios viviente. Y es la razón por la que Juan nos dice:
«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.» (Jn. 3:16).
Los apóstoles comprendieron por la revelación dada por Dios y los hechos del Señor Jesús, que el Cristo que había venido al mundo era el único Hijo de Dios por generación eterna, algo que está fuera de la comprensión del naturalismo biológico y del unitarismo teológico. El Señor Jesús era la Palabra eterna de Dios, el Verbo (Jn. 1:1), unigénito del Padre celestial (Jn. 1:14), Dios Unigénito del Padre Eterno (Jn. 1:18). ¿Qué significa todo esto? Significa aquello por lo cual los judíos procuraron matar al Señor Jesús. Por favor leamos juntos Juan 5:18 donde se nos dice:
«Por esto los judíos aún más procuraban matarle, porque no solo quebrantaba el día de reposo, sino que también decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios.»
Lo visto por Pedro y Juan, que es la revelación fundamental sobre la que es edificada la iglesia del Señor, señala que el Salvador, el Mesías judío que vendría al mundo, el Cristo, es igual a Dios. Como dice la confesión y credo cristiano del siglo I y que es conocido como el gran misterio de la piedad:
«Dios fue manifestado en carne, Justificado en el Espíritu, Visto de los ángeles, Predicado a los gentiles, Creído en el mundo, Recibido arriba en gloria.»
El Mesías Príncipe que vino como descendiente de David, manso y humilde de corazón (Mt. 11:29) y que murió por los pecados de muchos, era el propio Dios de los hebreos. Era YHVH[5] de los ejércitos –encarnado– al que traspasaron (Zac. 12:8-10). Vino a Su pueblo y los suyos no lo recibieron (Jn. 1:11). El Yo soy el que soy, vino al mundo (Jn. 8), como un hombre, nacido de mujer y bajo la ley (Ga. 4:4). El Todopoderoso Dios de los hebreos intervino en la historia, se revistió de una humanidad sujeta al tiempo y como un Cordero fue llevado al matadero (Is. 53:7; Jn. 1:29, 36), muriendo por los pecados de muchos (Heb. 9:28). Trayendo perdón a todos los que se arrepienten de sus pecados y creen de todo corazón en Él (Hch. 3:12-20). ¿Cómo es posible que el Dios del Sinaí sea también el Crucificado del Gólgota? ¿Por qué venir al mundo y morir en manos de enemigos como nosotros? Qué pasó con todo ese poder mostrado en la creación del mundo, qué ocurrió con esa autoridad manifestada en la redención hebrea desde Egipto, qué pasó con todo ese celo santo y justo mostrado en el desierto durante 40 años de peregrinación, ¿qué es lo que estaba manifestando el Crucificado que se revela como el Hijo de Dios? He aquí la gracia y la verdad de Dios reveladas a los hombres (Jn. 1:17).
Desde aquí en adelante el cristianismo se separa totalmente de religiones como el judaísmo y el islam, porque cree que Dios tiene un Hijo Eterno –que es Dios con el Padre y el Espíritu Santo– y que se hizo hombre. Porque cree que guardó silencio ante las burlas de los hombres; y que ante el dolor y sufrimiento causado por criaturas rebeldes, malvadas e irreverentes, no abrió Su boca. Varón de dolores, experimentado en el quebranto.
El Mesías esperado era también Dios que se había manifestado en carne. Desde aquí iniciaba la enseñanza de la iglesia. En este misterio ocupaban su tiempo los apóstoles. Y esto era lo que enseñaban a los nuevos creyentes que se bautizaban. Cuánta tela había para cortar, cuánta tinta en el tintero para escribir, toda la revelación de los profetas cumpliéndose delante de sus ojos. Jesucristo es Dios, el Unigénito del Padre, el Mesías que esperaba Israel y que, por su rechazo, abrió la puerta para la fe salvadora a los gentiles, es decir, nosotros. ¡Gloria a Dios!
[1] Dícese del Antiguo Testamento.
[2] López, R.A. Orellana, J. C. (2021). Sobre las Santas Escrituras y su lectura (panorámica de Bibliología). Santiago-Chile.
[3] Dícese del Nuevo Testamento.
[4] Y algo similar realiza Pablo en Efesios 2:20, señalando al Señor Jesucristo como la principal piedra del ángulo.
[5] Reina-Valera se refiere al nombre personal de Dios como «Jehová».
